La universidad no es solo un lugar: es un salto. El primero, muchas veces, hacia el vértigo de vivir por cuenta propia. Es donde los días se vuelven eternos entre libros, y las noches se llenan de sueños, ansiedad… y café frío.
Allí no solo aprendes teorías. Aprendes a encontrarte (o a perderte, para luego volver). Y todo comienza con un reto silencioso: encontrar equilibrio. De un lado, las clases, los trabajos, los exámenes que no paran. Del otro, la vida: las amistades, la familia que se extraña, el cuerpo que pide dormir, el corazón que necesita hablar. Sobrevivir aquí no es memorizar, sino decidir qué priorizar cuando todo parece urgente.
Entonces, llega la libertad. Esa que suena bien pero pica fuerte. Elegir si ir a clase o dormir una hora más. Comer arroz tres veces por semana o gastar en una salida que te devuelva el ánimo. Cambiar de carrera o resistir. Aquí, cada decisión cuenta. Y sí, a veces se fracasa. Pero no es el fin: es parte del proceso.
Por suerte, nunca se recorre este camino solo. Están los compañeros que se vuelven hermanos de guerra: los que te salvan con un apunte, los que te escuchan a las 3 a. m., los que celebran tu nota como si fuera la suya. Y también están esos profes distintos. Los que no enseñan solo materia, sino humanidad. Los que creen en ti cuando tú no puedes.
La universidad, en realidad, te entrena para mucho más que un título. Te enseña a pensar por ti mismo, a trabajar con otros, a levantarte después de caer. A veces lo hace con cariño; otras, con dureza. Pero siempre deja huella.
Y cuando todo termina, lo que queda no son las fórmulas ni los textos. Queda esa tarde en que reíste a pesar del miedo. Ese examen que parecía imposible y lo lograste. Esa persona en la que, sin darte cuenta, te convertiste.
Porque al final, la universidad no te cambia: te revela. Y esa, quizás, es la lección más valiosa de todas.
Autor: willians lira ;)
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