En la vida universitaria, y especialmente en carreras tan demandantes como la ingeniería, es común observar cómo los salones de clase se llenan al inicio para luego, con el paso de los semestres, ver cómo los pupitres se van vaciando. Lo que antes era un grupo numeroso de aspirantes, hoy es una cohorte más reducida, pero no por ello menos fuerte. Este fenómeno es un recordatorio palpable de la importancia de la claridad de metas, la persistencia y la resiliencia en el camino hacia la consecución de nuestros sueños.
Estudiar ingeniería es un desafío constante. Horas de estudio, problemas complejos y la presión académica pueden hacer que más de uno contemple la idea de abandonar. Sin embargo, aquellos que realmente anhelan su título saben que el secreto radica en seguir adelante, a pesar de las adversidades. No se trata de una travesía sencilla, pero si la visión de ese birrete y el diploma en mano.
En este recorrido, también descubrimos la invaluable labor de ciertos profesores que van más allá del simple. Son esos mentores que, con su pasión y su particular forma de enseñar, logran abrir la mente de sus estudiantes, inspirándolos a pensar de manera crítica y a ver el mundo desde una perspectiva diferente. Sus clases no es solamente transmisión de conocimientos, sino verdaderas experiencias que marcan un antes y un después en la formación personal y profesional.
Pero la universidad es también el crisol donde se forjan conexiones humanas invaluables. Las amistades y los vínculos que creamos son una verdadera "curita al corazón". En medio del estrés y las exigencias académicas, estos lazos ofrecen un bálsamo, aliviando la carga. Gracias a esos momentos compartidos y a ese apoyo mutuo, el peso de la carrera disminuye, y lo más importante, crecemos como personas, más allá de los libros y las fórmulas, no solo en el área de ingeniería si no también en otras carreras.